Legislar sobre la vida antes que sobre la muerte

ace días se impuso en la agenda un debate muy singular y sensible: decidir si se debe o no despenalizar el aborto. Ante un tema de tanta importancia, sobre todo si hablamos desde el lugar de la mujer, deberíamos ser muy respetuosos y cuidadosos a la hora de emitir opiniones. Es que, seguramente, quien vive -o vivió- en carne propia esta situación, conserva en su memoria todos los prejuicios de la sociedad, además de cuestiones psicológicas, sociales, culturales y religiosas que la afectan mucho.

Por tal motivo se debe partir del hecho de respetar a la persona humana, sus circunstancias y buscar soluciones que las contemplen especialmente. Ante un embarazo no deseado, estamos en presencia de dos víctimas: el hijo y su madre, y cualquiera sea la causa o la circunstancia, ningún problema puede tener solución en la muerte: ni por un suicidio, ni por un aborto. Es en este lugar, donde la política debe actuar de manera rápida y eficaz, interviniendo en primer lugar en las causas, antes que en las consecuencias. Profundizar en los motivos que llevaron a tener ese embarazo.

Los políticos no debemos levantar nuestras banderas a los gritos, sino sentarnos a hablar de un problema muy serio, que abarca mucho más que un embarazo. Debemos preguntarnos ¿qué lleva a una madre a querer abortar? Y por sobre todo profundizar en los motivos que llevaron a una mujer a tener un embarazo no deseado. El desafío que tenemos como legisladores es saber desde el lugar de cuál víctima nos paramos.

Por una parte, debemos considerar que el niño es considerado como ser humano o persona en potencia desde el momento de su concepción; cuando científicamente está comprobado que hay vida. Una vida que contiene un ADN específico y diferente al resto. Donde esa célula llamada cigoto ya contiene una programación perfecta de miles de años de evolución. Cualquier maniobra que interfiera en este desarrollo natural, interrumpe la formación de un ser humano.

Si nos paramos desde el lugar de la madre, podremos pensar en el derecho que tiene de elegir tener o no en su cuerpo un bebé, y si quiere o no dar a luz. Desde esa óptica, que tiene mucha lógica, nos encontramos con la ineludible cuestión de que esa persona en su vientre también tiene sus derechos. El primero y principal, a la vida. Lo tiene tanto un recién nacido como un nonato, siendo este último quien en mayor situación de debilidad se encuentra. Tal es así que nuestra Constitución a través de tratados internacionales que reconoce, defiende estos derechos y define como persona a todo ser humano desde su concepción.

Otro derecho en juego es el de no ser discriminados. Nadie puede decidir si vivimos o no según de dónde venimos, cómo somos, quienes nos gestaron o si tenemos alguna malformación. Es llamativo que en estos tiempos de lucha por la igualdad, sigamos usando palabras tan discriminatorias como considerar a una persona humana como «no deseada».

Los legisladores tenemos que ponernos en el lugar de las dos víctimas y en vez de promover la muerte como única solución, debemos evitar que una mujer llegue a la situación de querer abortar. Es el desafío de la posmodernidad: legislar sobre la vida antes que sobre la muerte.

Noticia: EL CRONISTA